Mi madre tiene una curiosa costumbre. Escribe, en una agenda, los títulos de libros que ha leído y que recomendaría. Dice que, cuando pasa un tiempo, los vuelve a leer y los vuelve a disfrutar.
Como yo no sabía por qué libro decidirme, consulté su lista y varios títulos coincidían con los que me habían recomendado en clase. Al final, decidí pedirle consejo. Ella repasó los títulos en silencio y, decidida, me dijo que, sin duda, me recomendaba “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro. Al preguntar el porqué de su elección, me miró un rato en silencio y contestó: “Es una historia de amor, te va a gustar”.
Tengo que decir que no me sentí halagada. Tengo la sensación de que mis padres me ven como a una adolescente romántica y cursi pensando en príncipes azules o cosas por el estilo. Sin embargo, cuando el otro día llegué a la página 347, al final del libro, descubrí de qué amor hablaba mi madre. Mejor dicho de qué amores.
La historia transcurre en Milán. El protagonista, el anciano Salvatore Roncote, deja su vida de campesino en Calabria para hacerse una revisión médica. Descubren que padece un cáncer sin remedio, él llama “rusca”, y decide pasar los últimos días de su vida en casa de su hijo y su nuera. Allí, aparecen sentimientos que no había sentido antes. Tiene un nieto muy pequeño, un bebé, y a él le cuenta su historia, su vida pasada, sus sentimientos, sus tradiciones, sus raíces… Da la sensación de que hace un repaso de su vida en voz alta como si fuera una función de teatro y lo recitara para un público que nunca le va a contestar y que nunca le va a echar nada en cara. Eso le hace sentirse más seguro.
Además del inmenso amor que siente por su nieto descubre a Hortensia, una mujer que le enseña que amar no es solo sexo sino también ternura, calma, refugio, comprensión…
Ha habido momentos en que se me ha hecho un poco pesado. Parece que no pasa nada, que no hay acción. Solo es un anciano contando anécdotas o historias pasadas pero, entre líneas, lo cuenta todo. Me ha hecho pensar mucho. Me ha parecido un señor demasiado aferrado a sus tradiciones. Critica la acelerada vida de ciudad que llevan su hijo y su nuera, donde los mayores se convierten en un estorbo. Es verdad que el matrimonio joven representa la modernidad pero un poco “de libro”, sin sentido. Parece que entre ambas generaciones haya un abismo, les cuesta conectar. Una noche que comparten charla y cena padre e hijo reflexionan:
- “¿Por qué no nos comprendemos, padre, si yo le quiero?... Esta noche, al menos, habitamos el mismo país; estamos juntos.
- Sí hijo. Somos la noche del Sur encendida en Milán. Nosotros tres: raíz, tronco y flor del árbol Roncote.”
En algunos momentos de la novela no he podido evitar la comparación entre Salvatore y mi aitite. Aunque parece un poco ñoña la forma en que el protagonista se dirige a su nieto me ha recordado cómo me hablaba él. Había momentos en que veía más mayores a mis padres que a mi aitite. Le sentía más cercano. También es verdad que me permitía más cosas y se reía con mis ocurrencias. Si me caía o me manchaba yo le miraba asustada pero él me decía: “No pasa nada, cariño, otras cosas son peores”. Esas otras cosas me las ha contado cuando he sido mayor y me hacen quererle aún más.
Siempre he oído contar que hace muchos años las familias convivían con los abuelos, en la misma casa, y se compartían vivencias, historias y tradiciones. Sin embargo, la mayoría de los de mi generación somos hijos de mujeres trabajadoras y, aunque no hemos vivido en la misma casa, hemos compartido mucho tiempo con nuestros abuelos. En muchos casos son los que nos ha cuidado. Se me hace difícil pensar que un día no van a estar pero siempre recordaré sus historias, sus besos y lo importante que me han hecho sentirme siempre.
La historia que se cuenta en esta novela no tiene sorpresas. Desde el principio se sabe el final. El primer capítulo es “una muerte anunciada”. Salvatore, observa en una sala de un museo unos sarcófagos etruscos y pregunta a su hijo por qué se ríen los personajes que aparecen representados. Su hijo contesta que no se ríen, es sólo una sonrisa. Una sonrisa de beatitud.
En el último capítulo, cercana su muerte, oye a su nieto llamarle como él quería: ¡Nonno! Y él, ya fatigado, responde con una sonrisa de beatitud.
Una sonrisa etrusca.
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